miércoles, 10 de abril de 2013

EL CAZADOR DE LOS TRES PERROS


COLECCIÓN: Cuentos de tía Carmen
Por Plácido Iranzo Acosta



EL CAZADOR DE LOS TRES PERROS

En un reino muy lejano vivía una princesa, lozana y bella, que era admirada por todos sus súbditos.
La joven disfrutaba en el palacio de su padre, el rey, donde las criadas y sirvientes le procuraban cuanto necesitaba para ser feliz, pero también gustaba de pasear por la ciudad, por los pueblos y los campos cercanos, interesándose a menudo por los habitantes menos favorecidos, a los que ayudaba con algunas monedas o proporcionándoles tierras para cultivar y poder construir una casa.
También, a menudo, la única aportación que la princesa podía hacer consistía en unas palabras de consuelo y sumarse al dolor de la familia cuando alguien fallecía, pues, en esos casos, el dinero carecía de poder.
Y eso fue, precisamente, lo que le sucedió una tarde cuando regresaba de dar un paseo a caballo, pues al pasar por delante de una humilde casa le llegaron los llantos de una mujer. Lo que la joven hija del rey no sabía, es que estaba a punto de descubrir un terrible secreto que toda la corte guardaba con suma discreción, siendo ella la única habitante del reino que lo desconocía.
La princesa se sintió conmovida, como siempre que oía a alguien llorar, y deteniendo el caballo ante la casa, se apeó y llamó a la puerta, que no era más que unos maderos clavados entre sí y sujetos con tiras de cuero viejo.
—Pase –le llegó la voz triste de la mujer desde el interior.
Cuando entró, la princesa se sorprendió de encontrar dentro de la casa a la mujer que lloraba rodeada por cuatro niños pequeños, dos chicos y dos chicas, vestidos apenas con harapos, muy delgados y con sus caras hambrientas surcadas de lágrimas.
—¿Qué te pasa, buena mujer? ¿Por qué lloras, si tienes unos hijos preciosos? Cuéntamelo, por favor, y dime si yo, la hija del rey, en algo te puedo socorrer.
La mujer se asombró al darse cuenta de que la joven que acababa de entrar en su casa no era otra sino la princesa. Se secó las lágrimas con el delantal y le dedicó una esmerada reverencia. Pero ella se acercó y, tomándola de las manos, la hizo sentarse en una desvencijada silla, acomodándose también a su lado.
Entonces la mujer comenzó a relatarle el motivo de su tristeza:
—Hace un mes, los soldados del rey vinieron a por mi hija mayor y se la llevaron. Era una niña preciosa y sólo tenía doce años.
—Dime, mujer, ¿qué hizo tu hija para que los soldados la arrestasen?
—Nada, princesa, mi hija era una niña muy buena y trabajadora que me ayudaba en las tareas de la casa y cuidaba de sus hermanos.
La princesa miró a los pequeños, que se acurrucaban en un destartalado catre, apretujándose entre ellos para darse calor.
—Su única desgracia fue la de ser elegida como ofrenda para el dragón –le dijo la mujer—. Los soldados se la llevaron para aplacar su ira, ofreciéndola en sacrificio a la bestia. Cuando mi esposo regresó de trabajar los campos y supo lo ocurrido, tomó la espada que fue de su padre y partió en busca del dragón, pero no regresó. Desde entonces no ha entrado en esta casa nada de dinero, y la poca comida que nos quedaba se agotó en pocos días. Ya no tengo ni siquiera un mendrugo de pan para dar de comer a mis hijos, y me temo que no aguantarán mucho más.
—No te comprendo, mujer, los dragones no existen –le dijo la princesa.
—Pobre princesa; vives en un palacio lleno de oro y joyas, y tienes un ejército de sirvientes y criadas para que nada te falte. Pero no conoces los peligros del mundo real y las desgracias que sufrimos los pobres. Pues entérate bien, princesa; los dragones sí existen. Y lo que es peor, en este tu reino, habita el más vil dragón de todos, tan grande como una casa y tan alto como un roble, recubierto de escamas que las flechas no pueden atravesar y dotado de siete cabezas que escupen fuego desde muy lejos y convierten en cenizas a cualquiera que intenta acercarse.
La joven princesa no podía creer lo que la mujer le estaba contando.
—La bestia salía cada noche para alimentarse –prosiguió—. Quemaba los campos con su aliento de fuego, devorando el ganado y los caballos, y se llevaba a las mujeres, especialmente a las niñas y doncellas, para darse un festín con ellas en la gruta donde vive.
—No te creo, mujer –le dijo la princesa un poco asustada—. Si eso fuese cierto yo estaría enterada, y mi padre enviaría a los soldados para acabar con el dragón.
—Tu padre, el rey, ya armó un ejército contra la bestia… ¿No lo sabías?
La princesa negó con la cabeza, pero antes de que pudiese preguntar qué pasó, la mujer se lo dijo:
—El dragón acabó con todos, los pisoteó con sus patas, los destrozó con sus garras y los carbonizó con los siete alientos del infierno de sus siete cabezas. El olor a carne quemada fue tan intenso que alcanzó las partes más lejanas del reino… ¿Ya no te acuerdas?
La princesa negó con la cabeza, pues casi no podía hablar debido a la impresión.
—¡Claro que no! Cómo lo ibas a recordar, si entonces no eras más que una niña pequeña que dormía entre paños de seda en su cuna de plata –le explicó la mujer.
—Pero entonces, ¿qué pasó con el dragón? ¿Por qué no hay noticias de nuevos ataques? –preguntó nerviosa la princesa.
—Porque tu padre convocó al consejo de los nobles y al mago del castillo, y entre todos decidieron ofrecer en sacrificio, cada día, a una joven doncella del reino para apaciguar la ira del dragón. Desde entonces, todas las noches el mago clava un pergamino en blanco en el poste que hay en la plaza principal, y cada mañana aparece escrito en él el nombre de la víctima. Y, como ya habrás adivinado, hace un mes fue el nombre de mi hija el que todo el mundo pudo leer en ese pergamino.
Llegado a este punto la mujer comenzó de nuevo a llorar.
—¡Pero, eso es terrible! –exclamó la princesa.
—No te preocupes, princesa –la reconfortó la mujer entre lágrimas—, porque tu nombre no aparecerá jamás en el pergamino, ni los de las hijas de los nobles y ricos del reino. El pergamino sólo selecciona los nombres de entre las familias más pobres, los débiles, los desamparados…
—¡Eso es todavía más terrible! –gritó la princesa.
—Cierto es, princesa, pero es un misterio que nadie ha sabido descifrar.
Antes de marcharse la princesa le regaló unas monedas de plata y le prometió hacerle llegar un carro repleto de carne y verduras, de frutas y pan recién hecho, de ropas y mantas, así como varias gallinas ponedoras y una vaca lechera de los prados del castillo, para que pudiera alimentar a los pequeños y pasar el invierno sin problemas.

Poco después la princesa irrumpió en la sala del consejo, interrumpiendo a los nobles reunidos con su padre, y le pidió explicaciones de todo cuanto le había contado la mujer. Entonces el rey bajó la cabeza, avergonzado, y la joven heredera supo que todo era verdad. Entre los miembros del consejo se encontraba su prometido, el hijo del noble más acaudalado del reino, que trató de hacerla entrar en razón.
—Compréndelo, amor mío –le dijo como si hablase con una niña pequeña—, el rey y nosotros no podíamos permitir que tu nombre saliera elegido; eres la princesa.
—¡Qué considerados! –Replicó ella con sarcasmo— ¿Y los de vuestras hijas y hermanas, aparecerán en el pergamino algún día? ¿O sólo serán los miembros más indefensos de nuestro reino los que tengan ese honor?
—Tranquilízate, princesa, tan sólo queríamos protegerte…
—¡Claro, protegerme a mí! –le interrumpió ella— Y mientras permitís que el pueblo sufra y muera, en vez de protegerlo y acabar con el dragón.
—Lo hemos intentado todo, hija mía –habló entonces el rey, apesadumbrado—, mas todo ha resultado en vano. Esa bestia es indestructible.
La princesa, lejos de serenarse, montó en cólera y amenazó al consejo en pleno:
—¡Ese dragón tiene que morir, y sólo me casaré con el hombre que acabe con él! –gritó.
—Pero… amor mío… —balbuceó incrédulo su prometido.
—Ya me has oído; si quieres casarte conmigo y ser rey algún día… mata al dragón.
En el rostro del joven se reflejó el miedo que sentía nada más de pensarlo, y la princesa se dio cuenta de ello. Después, sin despedirse, salió de la sala a paso ligero y muy enojada, dispuesta a visitar al brujo en su lúgubre torreón.
Una vez allí, el hechicero la hizo sentar a la mesa y procedió a explicarle el motivo por el que ni ella ni las nobles saldrían nunca elegidas en el sorteo de las víctimas para el dragón:
—Tenéis que comprenderlo, princesa; siendo la única heredera al trono, y teniendo en cuenta el amor que vuestro padre, el rey, os profesa, no podía permitir que fueseis devorada por el dragón. De manera que suplicó a los nobles para que vuestro nombre no formase parte del sorteo, y éstos, viendo el beneficio que de ello podrían obtener, presionaron a vuestro padre hasta lograr que tampoco los de sus hijas aparecieran. Que es injusto y villano, pues sí, pero vuestro padre os ama tanto que no le fue posible negarse —le dijo el mago.
—¡Maldita la nobleza y todo aquél que se aprovecha de la desgracia ajena! –exclamó la princesa.
Después la bella heredera le rogó al brujo que incluyese su nombre entre los demás.
—No es tan fácil, princesa, pues nadie más que el consejo de nobles y el rey pueden hacerlo… A no ser que…
Intrigada, la princesa le ordenó que le dijese la forma de cumplir su deseo.
—Aquella persona que, voluntariamente, desee participar en el sorteo, no tiene más que escribir su nombre con su propia sangre en este pergamino mágico –le dijo, colocando ante ella el pergamino y una pluma.
La joven, sin apenas titubear, extrajo un largo alfiler con el que sujetaba su peinado y pinchó con él la yema de uno de sus dedos, brotando enseguida una gota de sangre real. Luego cargó la pluma con ella y procedió a escribir su nombre en el pergamino bajo la atenta mirada del mago. Un instante después, como por arte de magia, el nombre de la princesa desapareció del pergamino, quedando éste tal y como estaba antes.
—Ya está hecho, princesa. A partir de ahora vuestro nombre podrá aparecer en el pergamino del poste de la plaza en cualquier momento.
—Espero que esto sirva de lección a esa nobleza cobarde y despiadada –alegó la joven.
—Os recuerdo, princesa, que vuestro prometido es uno de ellos.
Ella, enfadada, le replicó:
—Ya no es mi prometido.
Y abandonó el torreón con la cabeza muy alta.
A la mañana siguiente, cuando el rey, escoltado por su guardia personal y acompañado de varios nobles, se aproximaba a la plaza, una multitud se arremolinaba delante del poste en el que colgaba el pergamino con el nombre de la próxima ofrenda al dragón. Conforme avanzaban el gentío se iba apartando, permitiendo un pasillo por el que el séquito real caminaba, y se hizo un silencio tal que ni los pajarillos osaban romperlo con sus trinos. Todas las miradas se clavaban en el rey, y éste supo de inmediato que un peligro muy grave se cernía sobre su reino.
Al acercarse y leer el nombre que el pergamino mágico mostraba, las fuerzas le abandonaron y cayó de rodillas al suelo, rompiendo en un llanto desesperado.

Por aquellos días un cazador, joven y apuesto, había arribado al reino procedente de tierras lejanas. Ajeno a los problemas que el dragón provocaba, vivía feliz en los bosques acompañado por sus tres perros: Lobo, Tigre y León, sus únicos amigos y los más fieles que nunca nadie hubiera soñado tener.
Cazaba sólo cuando tenía hambre, y completaba su alimentación con las frutas y las vallas que encontraba entre los arbustos. Con las pieles de los animales fabricaba prendas de abrigo y las que le sobraban las vendía en los pueblos para comprar pan y otras cosas que no lograba en los bosques.
Por las noches encendía una hoguera y se calentaba junto a los tres perros, a los que les narraba cuentos como si fuesen chiquillos en lugar de animales. Luego los cuatro se quedaban dormidos bajo el cielo estrellado, unos junto a otros, como una familia feliz.
Una tarde, cuando ya se disponía a buscar leña para encender el fuego, oyó a lo lejos los gritos de una joven doncella que clamaban auxilio, y guiado por los tres perros echó a correr en la dirección de la que provenían.
Se trataba de la princesa, que había sido encadenada a una gran roca junto a la entrada de la guarida del dragón, y que, al ver a la bestia, comenzó a gritar desesperada. Entonces el dragón colocó sus siete cabezas delante del delicado rostro de la joven y, las siete a la vez, rugieron con tal poder que la tierra tembló en varias leguas a la redonda. La princesa se desvaneció, perdiendo el conocimiento. Luego el dragón rompió la cadena de un zarpazo y se la llevó a lo más profundo de la cueva para devorarla.
Al oír el rugido, el cazador apresuró todavía más el paso, azuzando a los tres perros:
—¡Vamos, León. Adelante, Tigre. Deprisa, Lobo! –les animaba a grandes voces.
Al llegar delante de la cueva el joven cazador se quedó petrificado, pues allí había restos de animales por todos los sitios, charcos de sangre, esqueletos de caballos carbonizados y piezas de armaduras desperdigadas por doquier. Allá donde mirase se topaba con montañas humeantes de huesos humanos y cientos de calaveras, algunas todavía con el yelmo achicharrado sobre ellas. La tierra era de color negro, ya que había sido sometida a tanta temperatura que se había fundido y vuelto a solidificar, y una peste a carne quemaba lo inundaba todo.
Lobo, Tigre y León se dirigieron a la entrada de la gruta, comenzando a ladrar y gruñir con furia. El dragón, entonces, rugió de nuevo, pues los había descubierto y se dirigía hacia ellos con la intención de defender su territorio y matarlos.
El cazador colocó una flecha en la cuerda del arco, dispuesto a disparar en el momento en que viera a la bestia asomar por la cueva. Pero cuando el dragón salió los perros retrocedieron, pues al igual que el cazador no esperaban toparse con un monstruo tan fiero y espeluznante. Las siete cabezas se movían a un lado y a otro, manteniendo a raya a los perros y escupiendo fuego en todas direcciones.
En ese momento, el cazador supo que había llegado tarde, pues de seguro que ya la doncella estaría hecha un amasijo de carne en la panza de aquella bestia, lo que hizo que se enfureciese.
—¡Eh, dragón! –Le gritó— Prepárate a morir, porque no me marcharé de aquí hasta acabar contigo, o hasta que tú me mates.
La bestia entonces centró su atención en él, y aprovechó para disparar su flecha adonde pensaba que tendría el corazón. Pero no contó con que el cuerpo del dragón estaba blindado con unas enormes escamas, tan duras como la roca, y la flecha se hizo añicos contra ellas sin causar el menor daño al monstruo.
Al instante, una de las cabezas lanzó una poderosa llamarada al cazador, que casi no tuvo tiempo de ocultarse tras una roca, permaneciendo allí, agazapado, mientras las llamas le rodeaban.
—¡Lobo, Tigre, a las patas! ¡León, a la cola! –le ordenó a sus perros, y éstos obedecieron con rapidez, mordiendo con fiereza y logrando que el dragón dejase de disparar fuego al cazador.
En ese momento se asomó de nuevo y disparó una flecha al lomo del animal, y antes de que diese en el blanco lanzó otra a una de las cabezas. Las dos acertaron de pleno, pero, al igual que antes, se partieron contra la coraza del animal.
Lobo y Tigre atacaban una y otra vez las patas del dragón, retirándose cuando éste intentaba alcanzarlos con sus garras, mientras que León mordía la cola, quedando colgado de ella mientras la bestia rabeaba con furia tratando de soltarse.
El valiente cazador salió de detrás de la roca y buscó refugio al amparo de una montaña de huesos. Desde allí tenía una buena posición para saetear el costado de la bestia. Mas nuevamente sus flechas rebotaron contra la pétrea piel del engendro, y, para colmo, el cazador pudo apreciar que las dentelladas de sus fieros compañeros apenas causaban mella en él.
La lucha continuó encarnizada y ninguno de los combatientes daba cuartel al enemigo; el cazador escapaba por los pelos de las llamaradas que le dirigía el monstruo, y en más de una ocasión alguno de los perros salía volando por los aires alcanzado por un golpe de la cola, cayendo estrepitosamente entre las pilas de huesos. Pero no tardaba en levantarse y atacar de nuevo, pues tal era el valor de aquellos perros.
Finalmente, y tras cambiar de sitio varias veces protegiéndose de las llamas, el cazador disparó su última flecha a una de las cabezas del monstruo, pero erró el disparo, aunque por poco. Perdiendo casi la esperanza, alcanzó a ver junto a él una pieza redondeada, del tamaño y la forma de un escudo, que reconoció como una de las escamas del dragón. Esto le hizo pensar que, si el dragón había perdido una de sus escamas, la fabulosa armadura con la que estaba recubierto tenía que mostrar un punto débil.
Y asomándose con precaución en tanto que los tres perros mantenían ocupada a la bestia, divisó en la parte baja de su pecho lo que buscaba.
Amparándose con la escama caída tomó de la mano calcinada de un esqueleto su espada, y cubriéndose de las numerosas fogaradas con el improvisado escudo, pudo acercarse hasta el dragón justo cuando los tres perros, al mismo tiempo, le mordían las patas traseras. El cazador, en un alarde de arrojo y temeridad, se abalanzó adelante y hundió la espada hasta la empuñadura en el pecho del dragón.
Después de soltar un rugido atronador y lanzando fuego en todas direcciones, al fin el dragón cayó de bruces sobre el suelo ceniciento y exhaló su último suspiro.
Luego, como buen cazador, decidió llevarse alguna parte del monstruo como trofeo y cortó cada una de las lenguas de las siete cabezas, metiéndolas en su zurrón. A continuación, sin flechas y habiendo perdido su arco pasto de las llamas, decidió buscar una ciudad en donde poder comprar uno nuevo y conseguir alimento para sus fieles compañeros, que habían quedado agotados por el esfuerzo y seriamente magullados tras la batalla.

A la mañana siguiente el prometido de la princesa fue a la guarida del dragón, pues todo el mundo, incluido el rey, murmuraban de su cobardía por no haber ofrecido su vida a cambio de la de ella, o, al menos, haber luchado con el monstruo para protegerla.
Sigilosamente, y con todo el cuerpo temblando a causa del pánico, llegó a las inmediaciones de la cueva, descubriendo allí las pilas de huesos y armaduras calcinadas. Tan asustado estaba que estuvo a punto de echar a correr, mas en ese instante vio el cuerpo muerto del dragón, con sus siete cabezas abiertas en abanico sobre la tierra.
Mientras se acercaba el corazón le latía con fuerza, pues todavía temía que el animal no estuviese muerto sino dormido, y fue entonces cuando la princesa despertó y con paso indeciso salió de la cueva, encontrándolo allí.
—¡Amor mío! –Le dijo.— Has venido a salvarme y has matado al dragón.
Dándose cuenta de su error, y sabiendo que nadie le había visto, el joven noble quiso tomar ese mérito para sí.
—Por supuesto, amada mía, ¿o acaso dudabas de mi valor?
Así, para que nadie pusiese en tela de juicio la gran hazaña que acababa de atribuirse, cortó las siete cabezas del dragón y las cargó en una oxidada carreta, a la que enganchó su caballo y, montados en ella, emprendieron el camino de regreso.
A su llegada a la ciudad fueron recibidos por una multitud de súbditos que, asombrados, contemplaban las cabezas de la bestia y vitoreaban a su salvador. El rey, alertado por la guardia, salió a la plaza principal para recibirles y promulgar siete días de fiesta, uno por cada una de las cabezas, en honor a la princesa y a su salvador, que se convertiría en su esposo, y con ello en príncipe y algún día en el nuevo rey. Los festejos comenzarían con un fastuoso banquete en los salones del palacio ese mismo día.
Ajenos al engaño del pretendiente de la princesa, durante el banquete todo el mundo lo felicitaba y alababa su valor, y hasta el rey afirmó que jamás hubo en el reino nadie más valiente que el futuro esposo de su hija.
Mientras en el banquete todo el mundo se saciaba con las abundantes viandas, las bandejas de carnes y pescados se vaciaban y se volvían a llenar, los pasteles y las tartas hacían las delicias de nobles y soldados, y las jarras de vino y cerveza corrían de mesa en mesa, el joven cazador y sus tres perros se refugiaban en la cuadra de una humilde posada sin más comida que un mendrugo de pan duro y el mismo agua que bebían los caballos de los invitados al convite. Entonces Lobo, al que le alcanzó el aroma de las carnes asadas, salió del establo.
En palacio, mientras la princesa iniciaba el baile ceremonial, el rey alcanzó a ver un perro que se coló por las puertas de las cocinas, apareciendo más tarde con una bandeja de carnes en la boca. Pero antes de que el monarca pudiese avisar a la guardia, el animal desapareció por las puertas. El rey, satisfecho y feliz por recuperar a su hija, decidió no darle importancia al asunto y lo dejó pasar.
Cuando Lobo llegó a las cuadras, el joven cazador no podía creerse lo que su fiel amigo traía en la boca, y sin pensar en su procedencia procedió a repartir la carne entre los cuatro, dando las mejores tajadas a sus animales, pues estaba agradecido por la gran labor que habían hecho con el dragón y era consciente que, sin ellos, él de seguro estaría ahora muerto.
Seguidamente fue Tigre el que se coló en el banquete, regresando también con una bandeja de las mejores y más exóticas frutas que el cazador jamás había visto. Pero en esta ocasión también el rey se dio cuenta de la presencia del perro y, extrañándose de tal hecho por dos veces consecutivas, decidió estar atento por si se repetía la misma situación.
Y así ocurrió. Cuando León escapaba de las cocinas con otra bandeja en las fauces, esta vez repleta de los mejores pasteles del reino, el rey mandó seguir al animal, ordenando a su guardia que apresaran a su dueño y los trajeran a su presencia.
De esta forma, un rato después, el joven cazador y sus tres perros se hallaban ante la familia real y sus invitados, rodeados de fieros soldados que les vigilaban con sus lanzas en ristre.
—Dime, cazador, ¿por qué mandas a tus perros a saquear las cocinas de palacio? –le preguntó el rey.
—Perdonadme, mi rey, pues no era esa mi intención. Mas no echareis en falta un poco de comida en vuestra fiesta, en la que de todo sobra, mientras que mis amigos y yo no tenemos nada que comer –se excusó el cazador con respeto.
En ese momento la princesa, a la que le gustaban los animales, reparó en el lamentable estado de los perros, pues mostraban las heridas sufridas durante el combate e, incluso, tenían algunos mechones de pelo achicharrados por las llamas, y acercándose a ellos comenzó a acariciarles la cabeza y el lomo, a lo que Lobo, Tigre y León correspondieron lamiendo la mano de la princesa, casi como si la besaran.
Fue entonces cuando el cazador reparó en la extraordinaria belleza de la princesa, quedando sus ojos prendidos de ella, y, a su vez, la princesa no podía apartar los suyos de aquel apuesto cazador.
El pretendiente se dio cuenta de ello y, con notable irritación, se apresuró a intervenir:
—No es más que un vulgar ladrón, majestad, y como tal debe ser tratado. Os sugiero que le mandéis a las mazmorras y que se pudra allí con esos bichos apestosos.
El cazador, lejos de amilanarse y con la mirada todavía apresada por los encantos de la princesa, respondió:
—Haced conmigo lo que deseéis, majestad, pues mis ojos, después de haber visto por ellos mismos a la doncella más hermosa de cuantos reinos han existido, ya no querrán ver nada más y con gusto se cerrarán para siempre. Mas no castiguéis a mis fieles compañeros, pues ellos se merecen la mejor de las recompensas, ya que gracias a su valentía y arrojo aún me puedo contar entre los vivos, habiendo ellos arriesgado su vida por salvar la mía.
En este punto el pretendiente quiso intervenir de nuevo para insistir en la necesidad de castigar a tan arrogante ladrón, pero la princesa le contuvo con un gesto y preguntó al cazador:
—Valiente sois, cazador, y he de reconocer que yo tampoco había visto antes a nadie de vuestra función tan apuesto, pero decidme, si así lo deseáis, ¿qué han hecho estos animales por salvaros la vida?
—Vuestros deseos son órdenes para mí, reina de las princesas, y esto es lo que nos aconteció ayer: Caminando por el bosque oímos los gritos de una joven doncella que clamaba ayuda, así como los rugidos de un monstruo que la acometía, entonces corrimos en su auxilio, mas cuando llegamos ese engendro ya la había devorado. De manera que para vengar a la doncella y evitar que nada parecido volviese a suceder, mis valerosos compañeros se enzarzaron en una brutal lucha con la bestia, dándome así la oportunidad de protegerme y, tras largas horas de lucha, pude asestar un golpe mortal y acabar con la vida de ese servidor de los infiernos.
Un espeso silencio se hizo en los salones del palacio, pues todos los presentes se quedaron asombrados al oír las palabras del cazador. Tan sólo el pretendiente se removía incómodo bajo su capa.
—Decidme, valiente cazador, ¿qué tipo de monstruo tan aterrador era ese? –le rogó la princesa al tiempo que sus mejillas se sonrojaban.
—Un fiero dragón que escupía fuego por las bocas de sus siete cabezas, mi señora.
Una profunda exclamación de asombró inundó el gran salón del convite.
—¡Eso es mentira! –Gritó el pretendiente fuera de sí.
El rey se dirigió al cazador y le previno sobre lo que acababa de decir.
—El engaño es una falta grave en mi palacio que se castiga con prisión, cazador. De manera que recapacitad y contadme la verdad, pues ese dragón del que habláis fue muerto por mi futuro yerno, aquí presente, y como prueba de su hazaña cortó las siete cabezas de la bestia y las trajo hasta aquí para que nadie pusiese en duda su valor –y el rey, haciendo un gesto con su cetro real, señaló el carromato con las cabezas que permanecía cerca de la mesa principal.
—Ciertamente, majestad, que esas parecen las siete cabezas del dragón que vencimos ayer –replicó el cazador con seguridad—. Pero, decidme, mi rey, si cada una de esas cabezas tienen dentro de la boca su lengua bífida de reptil.
—¿Por qué preguntáis tal cosa? –quiso saber el rey.
—Porque si en verdad esas son las cabezas del dragón que matamos ayer, han de faltarles la lengua.
Con un ademán de la mano el rey ordenó al capitán de la guardia que comprobase si lo que el cazador afirmaba era cierto, y tras acercarse el oficial al carromato y mirar en el interior de las fauces, comunicó a su rey lo que en ellas había visto.
—Nada hay dentro de las bocas, mi rey, pues las lenguas han sido cortadas de su lugar –dijo.
Una nueva exclamación asombrada llenó el salón, pues los allí congregados no daban crédito a lo que acababan de escuchar. Entre el murmullo, el pretendiente de la princesa trató de escabullirse, mas el hechicero de la corte le salió al paso flanqueado por dos guardias armados, frustrando así sus intenciones.
—Entonces, ¿dónde están las lenguas, cazador? –preguntó el rey.
—Aquí dentro, majestad –dijo el cazador, levantando orgulloso su zurrón—. Pues después de acabar con la bestia yo mismo corté sus lenguas cuando el cuerpo todavía estaba caliente.
Y no hizo más que acabar de decir eso, volcó el zurrón y las siete lenguas del dragón cayeron a los pies del rey.
Así fue como quedó descubierto el engaño del pretendiente, que fue condenado a prisión por tal hecho. De la misma manera, la princesa comunicó a su padre lo que la mujer le había dicho acerca de que la nobleza no participaban en el sorteo de sacrificios a causa del chantaje al que lo tenían sometido, resolviendo el rey que todos los nobles de la corte fuesen desposeídos de la mitad de sus tierras y sus dineros, que serían repartidos entre las familias de las víctimas, pues, aunque esos bienes no suplirían la falta de un ser querido, al menos valdrían para vivir sin penurias.
Y también, naturalmente, la princesa anunció a la corte que, tal y como había prometido, se desposaría con aquel apuesto cazador, el cual, aun a riesgo de perder la vida y sin esperar recompensa a cambio, se enzarzó en mortal combate hasta acabar con el dragón, liberando así al reino de la maldición.
De esta manera, un mes más tarde, la princesa caminaba con su inmaculado vestido de novia hacia el altar, donde le aguardaba su valiente cazador ataviado con elegantes galas, mientras Lobo, Tigre y León portaban con elegancia la cola del vestido en sus bocas…

…Y colorín colorido, este cuento así ha salido.


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