miércoles, 10 de abril de 2013

EL CAZADOR DE LOS TRES PERROS


COLECCIÓN: Cuentos de tía Carmen
Por Plácido Iranzo Acosta



EL CAZADOR DE LOS TRES PERROS

En un reino muy lejano vivía una princesa, lozana y bella, que era admirada por todos sus súbditos.
La joven disfrutaba en el palacio de su padre, el rey, donde las criadas y sirvientes le procuraban cuanto necesitaba para ser feliz, pero también gustaba de pasear por la ciudad, por los pueblos y los campos cercanos, interesándose a menudo por los habitantes menos favorecidos, a los que ayudaba con algunas monedas o proporcionándoles tierras para cultivar y poder construir una casa.
También, a menudo, la única aportación que la princesa podía hacer consistía en unas palabras de consuelo y sumarse al dolor de la familia cuando alguien fallecía, pues, en esos casos, el dinero carecía de poder.
Y eso fue, precisamente, lo que le sucedió una tarde cuando regresaba de dar un paseo a caballo, pues al pasar por delante de una humilde casa le llegaron los llantos de una mujer. Lo que la joven hija del rey no sabía, es que estaba a punto de descubrir un terrible secreto que toda la corte guardaba con suma discreción, siendo ella la única habitante del reino que lo desconocía.
La princesa se sintió conmovida, como siempre que oía a alguien llorar, y deteniendo el caballo ante la casa, se apeó y llamó a la puerta, que no era más que unos maderos clavados entre sí y sujetos con tiras de cuero viejo.
—Pase –le llegó la voz triste de la mujer desde el interior.
Cuando entró, la princesa se sorprendió de encontrar dentro de la casa a la mujer que lloraba rodeada por cuatro niños pequeños, dos chicos y dos chicas, vestidos apenas con harapos, muy delgados y con sus caras hambrientas surcadas de lágrimas.
—¿Qué te pasa, buena mujer? ¿Por qué lloras, si tienes unos hijos preciosos? Cuéntamelo, por favor, y dime si yo, la hija del rey, en algo te puedo socorrer.
La mujer se asombró al darse cuenta de que la joven que acababa de entrar en su casa no era otra sino la princesa. Se secó las lágrimas con el delantal y le dedicó una esmerada reverencia. Pero ella se acercó y, tomándola de las manos, la hizo sentarse en una desvencijada silla, acomodándose también a su lado.
Entonces la mujer comenzó a relatarle el motivo de su tristeza:
—Hace un mes, los soldados del rey vinieron a por mi hija mayor y se la llevaron. Era una niña preciosa y sólo tenía doce años.
—Dime, mujer, ¿qué hizo tu hija para que los soldados la arrestasen?
—Nada, princesa, mi hija era una niña muy buena y trabajadora que me ayudaba en las tareas de la casa y cuidaba de sus hermanos.
La princesa miró a los pequeños, que se acurrucaban en un destartalado catre, apretujándose entre ellos para darse calor.
—Su única desgracia fue la de ser elegida como ofrenda para el dragón –le dijo la mujer—. Los soldados se la llevaron para aplacar su ira, ofreciéndola en sacrificio a la bestia. Cuando mi esposo regresó de trabajar los campos y supo lo ocurrido, tomó la espada que fue de su padre y partió en busca del dragón, pero no regresó. Desde entonces no ha entrado en esta casa nada de dinero, y la poca comida que nos quedaba se agotó en pocos días. Ya no tengo ni siquiera un mendrugo de pan para dar de comer a mis hijos, y me temo que no aguantarán mucho más.
—No te comprendo, mujer, los dragones no existen –le dijo la princesa.
—Pobre princesa; vives en un palacio lleno de oro y joyas, y tienes un ejército de sirvientes y criadas para que nada te falte. Pero no conoces los peligros del mundo real y las desgracias que sufrimos los pobres. Pues entérate bien, princesa; los dragones sí existen. Y lo que es peor, en este tu reino, habita el más vil dragón de todos, tan grande como una casa y tan alto como un roble, recubierto de escamas que las flechas no pueden atravesar y dotado de siete cabezas que escupen fuego desde muy lejos y convierten en cenizas a cualquiera que intenta acercarse.
La joven princesa no podía creer lo que la mujer le estaba contando.
—La bestia salía cada noche para alimentarse –prosiguió—. Quemaba los campos con su aliento de fuego, devorando el ganado y los caballos, y se llevaba a las mujeres, especialmente a las niñas y doncellas, para darse un festín con ellas en la gruta donde vive.
—No te creo, mujer –le dijo la princesa un poco asustada—. Si eso fuese cierto yo estaría enterada, y mi padre enviaría a los soldados para acabar con el dragón.
—Tu padre, el rey, ya armó un ejército contra la bestia… ¿No lo sabías?
La princesa negó con la cabeza, pero antes de que pudiese preguntar qué pasó, la mujer se lo dijo:
—El dragón acabó con todos, los pisoteó con sus patas, los destrozó con sus garras y los carbonizó con los siete alientos del infierno de sus siete cabezas. El olor a carne quemada fue tan intenso que alcanzó las partes más lejanas del reino… ¿Ya no te acuerdas?
La princesa negó con la cabeza, pues casi no podía hablar debido a la impresión.
—¡Claro que no! Cómo lo ibas a recordar, si entonces no eras más que una niña pequeña que dormía entre paños de seda en su cuna de plata –le explicó la mujer.
—Pero entonces, ¿qué pasó con el dragón? ¿Por qué no hay noticias de nuevos ataques? –preguntó nerviosa la princesa.
—Porque tu padre convocó al consejo de los nobles y al mago del castillo, y entre todos decidieron ofrecer en sacrificio, cada día, a una joven doncella del reino para apaciguar la ira del dragón. Desde entonces, todas las noches el mago clava un pergamino en blanco en el poste que hay en la plaza principal, y cada mañana aparece escrito en él el nombre de la víctima. Y, como ya habrás adivinado, hace un mes fue el nombre de mi hija el que todo el mundo pudo leer en ese pergamino.
Llegado a este punto la mujer comenzó de nuevo a llorar.
—¡Pero, eso es terrible! –exclamó la princesa.
—No te preocupes, princesa –la reconfortó la mujer entre lágrimas—, porque tu nombre no aparecerá jamás en el pergamino, ni los de las hijas de los nobles y ricos del reino. El pergamino sólo selecciona los nombres de entre las familias más pobres, los débiles, los desamparados…
—¡Eso es todavía más terrible! –gritó la princesa.
—Cierto es, princesa, pero es un misterio que nadie ha sabido descifrar.
Antes de marcharse la princesa le regaló unas monedas de plata y le prometió hacerle llegar un carro repleto de carne y verduras, de frutas y pan recién hecho, de ropas y mantas, así como varias gallinas ponedoras y una vaca lechera de los prados del castillo, para que pudiera alimentar a los pequeños y pasar el invierno sin problemas.

Poco después la princesa irrumpió en la sala del consejo, interrumpiendo a los nobles reunidos con su padre, y le pidió explicaciones de todo cuanto le había contado la mujer. Entonces el rey bajó la cabeza, avergonzado, y la joven heredera supo que todo era verdad. Entre los miembros del consejo se encontraba su prometido, el hijo del noble más acaudalado del reino, que trató de hacerla entrar en razón.
—Compréndelo, amor mío –le dijo como si hablase con una niña pequeña—, el rey y nosotros no podíamos permitir que tu nombre saliera elegido; eres la princesa.
—¡Qué considerados! –Replicó ella con sarcasmo— ¿Y los de vuestras hijas y hermanas, aparecerán en el pergamino algún día? ¿O sólo serán los miembros más indefensos de nuestro reino los que tengan ese honor?
—Tranquilízate, princesa, tan sólo queríamos protegerte…
—¡Claro, protegerme a mí! –le interrumpió ella— Y mientras permitís que el pueblo sufra y muera, en vez de protegerlo y acabar con el dragón.
—Lo hemos intentado todo, hija mía –habló entonces el rey, apesadumbrado—, mas todo ha resultado en vano. Esa bestia es indestructible.
La princesa, lejos de serenarse, montó en cólera y amenazó al consejo en pleno:
—¡Ese dragón tiene que morir, y sólo me casaré con el hombre que acabe con él! –gritó.
—Pero… amor mío… —balbuceó incrédulo su prometido.
—Ya me has oído; si quieres casarte conmigo y ser rey algún día… mata al dragón.
En el rostro del joven se reflejó el miedo que sentía nada más de pensarlo, y la princesa se dio cuenta de ello. Después, sin despedirse, salió de la sala a paso ligero y muy enojada, dispuesta a visitar al brujo en su lúgubre torreón.
Una vez allí, el hechicero la hizo sentar a la mesa y procedió a explicarle el motivo por el que ni ella ni las nobles saldrían nunca elegidas en el sorteo de las víctimas para el dragón:
—Tenéis que comprenderlo, princesa; siendo la única heredera al trono, y teniendo en cuenta el amor que vuestro padre, el rey, os profesa, no podía permitir que fueseis devorada por el dragón. De manera que suplicó a los nobles para que vuestro nombre no formase parte del sorteo, y éstos, viendo el beneficio que de ello podrían obtener, presionaron a vuestro padre hasta lograr que tampoco los de sus hijas aparecieran. Que es injusto y villano, pues sí, pero vuestro padre os ama tanto que no le fue posible negarse —le dijo el mago.
—¡Maldita la nobleza y todo aquél que se aprovecha de la desgracia ajena! –exclamó la princesa.
Después la bella heredera le rogó al brujo que incluyese su nombre entre los demás.
—No es tan fácil, princesa, pues nadie más que el consejo de nobles y el rey pueden hacerlo… A no ser que…
Intrigada, la princesa le ordenó que le dijese la forma de cumplir su deseo.
—Aquella persona que, voluntariamente, desee participar en el sorteo, no tiene más que escribir su nombre con su propia sangre en este pergamino mágico –le dijo, colocando ante ella el pergamino y una pluma.
La joven, sin apenas titubear, extrajo un largo alfiler con el que sujetaba su peinado y pinchó con él la yema de uno de sus dedos, brotando enseguida una gota de sangre real. Luego cargó la pluma con ella y procedió a escribir su nombre en el pergamino bajo la atenta mirada del mago. Un instante después, como por arte de magia, el nombre de la princesa desapareció del pergamino, quedando éste tal y como estaba antes.
—Ya está hecho, princesa. A partir de ahora vuestro nombre podrá aparecer en el pergamino del poste de la plaza en cualquier momento.
—Espero que esto sirva de lección a esa nobleza cobarde y despiadada –alegó la joven.
—Os recuerdo, princesa, que vuestro prometido es uno de ellos.
Ella, enfadada, le replicó:
—Ya no es mi prometido.
Y abandonó el torreón con la cabeza muy alta.
A la mañana siguiente, cuando el rey, escoltado por su guardia personal y acompañado de varios nobles, se aproximaba a la plaza, una multitud se arremolinaba delante del poste en el que colgaba el pergamino con el nombre de la próxima ofrenda al dragón. Conforme avanzaban el gentío se iba apartando, permitiendo un pasillo por el que el séquito real caminaba, y se hizo un silencio tal que ni los pajarillos osaban romperlo con sus trinos. Todas las miradas se clavaban en el rey, y éste supo de inmediato que un peligro muy grave se cernía sobre su reino.
Al acercarse y leer el nombre que el pergamino mágico mostraba, las fuerzas le abandonaron y cayó de rodillas al suelo, rompiendo en un llanto desesperado.

Por aquellos días un cazador, joven y apuesto, había arribado al reino procedente de tierras lejanas. Ajeno a los problemas que el dragón provocaba, vivía feliz en los bosques acompañado por sus tres perros: Lobo, Tigre y León, sus únicos amigos y los más fieles que nunca nadie hubiera soñado tener.
Cazaba sólo cuando tenía hambre, y completaba su alimentación con las frutas y las vallas que encontraba entre los arbustos. Con las pieles de los animales fabricaba prendas de abrigo y las que le sobraban las vendía en los pueblos para comprar pan y otras cosas que no lograba en los bosques.
Por las noches encendía una hoguera y se calentaba junto a los tres perros, a los que les narraba cuentos como si fuesen chiquillos en lugar de animales. Luego los cuatro se quedaban dormidos bajo el cielo estrellado, unos junto a otros, como una familia feliz.
Una tarde, cuando ya se disponía a buscar leña para encender el fuego, oyó a lo lejos los gritos de una joven doncella que clamaban auxilio, y guiado por los tres perros echó a correr en la dirección de la que provenían.
Se trataba de la princesa, que había sido encadenada a una gran roca junto a la entrada de la guarida del dragón, y que, al ver a la bestia, comenzó a gritar desesperada. Entonces el dragón colocó sus siete cabezas delante del delicado rostro de la joven y, las siete a la vez, rugieron con tal poder que la tierra tembló en varias leguas a la redonda. La princesa se desvaneció, perdiendo el conocimiento. Luego el dragón rompió la cadena de un zarpazo y se la llevó a lo más profundo de la cueva para devorarla.
Al oír el rugido, el cazador apresuró todavía más el paso, azuzando a los tres perros:
—¡Vamos, León. Adelante, Tigre. Deprisa, Lobo! –les animaba a grandes voces.
Al llegar delante de la cueva el joven cazador se quedó petrificado, pues allí había restos de animales por todos los sitios, charcos de sangre, esqueletos de caballos carbonizados y piezas de armaduras desperdigadas por doquier. Allá donde mirase se topaba con montañas humeantes de huesos humanos y cientos de calaveras, algunas todavía con el yelmo achicharrado sobre ellas. La tierra era de color negro, ya que había sido sometida a tanta temperatura que se había fundido y vuelto a solidificar, y una peste a carne quemaba lo inundaba todo.
Lobo, Tigre y León se dirigieron a la entrada de la gruta, comenzando a ladrar y gruñir con furia. El dragón, entonces, rugió de nuevo, pues los había descubierto y se dirigía hacia ellos con la intención de defender su territorio y matarlos.
El cazador colocó una flecha en la cuerda del arco, dispuesto a disparar en el momento en que viera a la bestia asomar por la cueva. Pero cuando el dragón salió los perros retrocedieron, pues al igual que el cazador no esperaban toparse con un monstruo tan fiero y espeluznante. Las siete cabezas se movían a un lado y a otro, manteniendo a raya a los perros y escupiendo fuego en todas direcciones.
En ese momento, el cazador supo que había llegado tarde, pues de seguro que ya la doncella estaría hecha un amasijo de carne en la panza de aquella bestia, lo que hizo que se enfureciese.
—¡Eh, dragón! –Le gritó— Prepárate a morir, porque no me marcharé de aquí hasta acabar contigo, o hasta que tú me mates.
La bestia entonces centró su atención en él, y aprovechó para disparar su flecha adonde pensaba que tendría el corazón. Pero no contó con que el cuerpo del dragón estaba blindado con unas enormes escamas, tan duras como la roca, y la flecha se hizo añicos contra ellas sin causar el menor daño al monstruo.
Al instante, una de las cabezas lanzó una poderosa llamarada al cazador, que casi no tuvo tiempo de ocultarse tras una roca, permaneciendo allí, agazapado, mientras las llamas le rodeaban.
—¡Lobo, Tigre, a las patas! ¡León, a la cola! –le ordenó a sus perros, y éstos obedecieron con rapidez, mordiendo con fiereza y logrando que el dragón dejase de disparar fuego al cazador.
En ese momento se asomó de nuevo y disparó una flecha al lomo del animal, y antes de que diese en el blanco lanzó otra a una de las cabezas. Las dos acertaron de pleno, pero, al igual que antes, se partieron contra la coraza del animal.
Lobo y Tigre atacaban una y otra vez las patas del dragón, retirándose cuando éste intentaba alcanzarlos con sus garras, mientras que León mordía la cola, quedando colgado de ella mientras la bestia rabeaba con furia tratando de soltarse.
El valiente cazador salió de detrás de la roca y buscó refugio al amparo de una montaña de huesos. Desde allí tenía una buena posición para saetear el costado de la bestia. Mas nuevamente sus flechas rebotaron contra la pétrea piel del engendro, y, para colmo, el cazador pudo apreciar que las dentelladas de sus fieros compañeros apenas causaban mella en él.
La lucha continuó encarnizada y ninguno de los combatientes daba cuartel al enemigo; el cazador escapaba por los pelos de las llamaradas que le dirigía el monstruo, y en más de una ocasión alguno de los perros salía volando por los aires alcanzado por un golpe de la cola, cayendo estrepitosamente entre las pilas de huesos. Pero no tardaba en levantarse y atacar de nuevo, pues tal era el valor de aquellos perros.
Finalmente, y tras cambiar de sitio varias veces protegiéndose de las llamas, el cazador disparó su última flecha a una de las cabezas del monstruo, pero erró el disparo, aunque por poco. Perdiendo casi la esperanza, alcanzó a ver junto a él una pieza redondeada, del tamaño y la forma de un escudo, que reconoció como una de las escamas del dragón. Esto le hizo pensar que, si el dragón había perdido una de sus escamas, la fabulosa armadura con la que estaba recubierto tenía que mostrar un punto débil.
Y asomándose con precaución en tanto que los tres perros mantenían ocupada a la bestia, divisó en la parte baja de su pecho lo que buscaba.
Amparándose con la escama caída tomó de la mano calcinada de un esqueleto su espada, y cubriéndose de las numerosas fogaradas con el improvisado escudo, pudo acercarse hasta el dragón justo cuando los tres perros, al mismo tiempo, le mordían las patas traseras. El cazador, en un alarde de arrojo y temeridad, se abalanzó adelante y hundió la espada hasta la empuñadura en el pecho del dragón.
Después de soltar un rugido atronador y lanzando fuego en todas direcciones, al fin el dragón cayó de bruces sobre el suelo ceniciento y exhaló su último suspiro.
Luego, como buen cazador, decidió llevarse alguna parte del monstruo como trofeo y cortó cada una de las lenguas de las siete cabezas, metiéndolas en su zurrón. A continuación, sin flechas y habiendo perdido su arco pasto de las llamas, decidió buscar una ciudad en donde poder comprar uno nuevo y conseguir alimento para sus fieles compañeros, que habían quedado agotados por el esfuerzo y seriamente magullados tras la batalla.

A la mañana siguiente el prometido de la princesa fue a la guarida del dragón, pues todo el mundo, incluido el rey, murmuraban de su cobardía por no haber ofrecido su vida a cambio de la de ella, o, al menos, haber luchado con el monstruo para protegerla.
Sigilosamente, y con todo el cuerpo temblando a causa del pánico, llegó a las inmediaciones de la cueva, descubriendo allí las pilas de huesos y armaduras calcinadas. Tan asustado estaba que estuvo a punto de echar a correr, mas en ese instante vio el cuerpo muerto del dragón, con sus siete cabezas abiertas en abanico sobre la tierra.
Mientras se acercaba el corazón le latía con fuerza, pues todavía temía que el animal no estuviese muerto sino dormido, y fue entonces cuando la princesa despertó y con paso indeciso salió de la cueva, encontrándolo allí.
—¡Amor mío! –Le dijo.— Has venido a salvarme y has matado al dragón.
Dándose cuenta de su error, y sabiendo que nadie le había visto, el joven noble quiso tomar ese mérito para sí.
—Por supuesto, amada mía, ¿o acaso dudabas de mi valor?
Así, para que nadie pusiese en tela de juicio la gran hazaña que acababa de atribuirse, cortó las siete cabezas del dragón y las cargó en una oxidada carreta, a la que enganchó su caballo y, montados en ella, emprendieron el camino de regreso.
A su llegada a la ciudad fueron recibidos por una multitud de súbditos que, asombrados, contemplaban las cabezas de la bestia y vitoreaban a su salvador. El rey, alertado por la guardia, salió a la plaza principal para recibirles y promulgar siete días de fiesta, uno por cada una de las cabezas, en honor a la princesa y a su salvador, que se convertiría en su esposo, y con ello en príncipe y algún día en el nuevo rey. Los festejos comenzarían con un fastuoso banquete en los salones del palacio ese mismo día.
Ajenos al engaño del pretendiente de la princesa, durante el banquete todo el mundo lo felicitaba y alababa su valor, y hasta el rey afirmó que jamás hubo en el reino nadie más valiente que el futuro esposo de su hija.
Mientras en el banquete todo el mundo se saciaba con las abundantes viandas, las bandejas de carnes y pescados se vaciaban y se volvían a llenar, los pasteles y las tartas hacían las delicias de nobles y soldados, y las jarras de vino y cerveza corrían de mesa en mesa, el joven cazador y sus tres perros se refugiaban en la cuadra de una humilde posada sin más comida que un mendrugo de pan duro y el mismo agua que bebían los caballos de los invitados al convite. Entonces Lobo, al que le alcanzó el aroma de las carnes asadas, salió del establo.
En palacio, mientras la princesa iniciaba el baile ceremonial, el rey alcanzó a ver un perro que se coló por las puertas de las cocinas, apareciendo más tarde con una bandeja de carnes en la boca. Pero antes de que el monarca pudiese avisar a la guardia, el animal desapareció por las puertas. El rey, satisfecho y feliz por recuperar a su hija, decidió no darle importancia al asunto y lo dejó pasar.
Cuando Lobo llegó a las cuadras, el joven cazador no podía creerse lo que su fiel amigo traía en la boca, y sin pensar en su procedencia procedió a repartir la carne entre los cuatro, dando las mejores tajadas a sus animales, pues estaba agradecido por la gran labor que habían hecho con el dragón y era consciente que, sin ellos, él de seguro estaría ahora muerto.
Seguidamente fue Tigre el que se coló en el banquete, regresando también con una bandeja de las mejores y más exóticas frutas que el cazador jamás había visto. Pero en esta ocasión también el rey se dio cuenta de la presencia del perro y, extrañándose de tal hecho por dos veces consecutivas, decidió estar atento por si se repetía la misma situación.
Y así ocurrió. Cuando León escapaba de las cocinas con otra bandeja en las fauces, esta vez repleta de los mejores pasteles del reino, el rey mandó seguir al animal, ordenando a su guardia que apresaran a su dueño y los trajeran a su presencia.
De esta forma, un rato después, el joven cazador y sus tres perros se hallaban ante la familia real y sus invitados, rodeados de fieros soldados que les vigilaban con sus lanzas en ristre.
—Dime, cazador, ¿por qué mandas a tus perros a saquear las cocinas de palacio? –le preguntó el rey.
—Perdonadme, mi rey, pues no era esa mi intención. Mas no echareis en falta un poco de comida en vuestra fiesta, en la que de todo sobra, mientras que mis amigos y yo no tenemos nada que comer –se excusó el cazador con respeto.
En ese momento la princesa, a la que le gustaban los animales, reparó en el lamentable estado de los perros, pues mostraban las heridas sufridas durante el combate e, incluso, tenían algunos mechones de pelo achicharrados por las llamas, y acercándose a ellos comenzó a acariciarles la cabeza y el lomo, a lo que Lobo, Tigre y León correspondieron lamiendo la mano de la princesa, casi como si la besaran.
Fue entonces cuando el cazador reparó en la extraordinaria belleza de la princesa, quedando sus ojos prendidos de ella, y, a su vez, la princesa no podía apartar los suyos de aquel apuesto cazador.
El pretendiente se dio cuenta de ello y, con notable irritación, se apresuró a intervenir:
—No es más que un vulgar ladrón, majestad, y como tal debe ser tratado. Os sugiero que le mandéis a las mazmorras y que se pudra allí con esos bichos apestosos.
El cazador, lejos de amilanarse y con la mirada todavía apresada por los encantos de la princesa, respondió:
—Haced conmigo lo que deseéis, majestad, pues mis ojos, después de haber visto por ellos mismos a la doncella más hermosa de cuantos reinos han existido, ya no querrán ver nada más y con gusto se cerrarán para siempre. Mas no castiguéis a mis fieles compañeros, pues ellos se merecen la mejor de las recompensas, ya que gracias a su valentía y arrojo aún me puedo contar entre los vivos, habiendo ellos arriesgado su vida por salvar la mía.
En este punto el pretendiente quiso intervenir de nuevo para insistir en la necesidad de castigar a tan arrogante ladrón, pero la princesa le contuvo con un gesto y preguntó al cazador:
—Valiente sois, cazador, y he de reconocer que yo tampoco había visto antes a nadie de vuestra función tan apuesto, pero decidme, si así lo deseáis, ¿qué han hecho estos animales por salvaros la vida?
—Vuestros deseos son órdenes para mí, reina de las princesas, y esto es lo que nos aconteció ayer: Caminando por el bosque oímos los gritos de una joven doncella que clamaba ayuda, así como los rugidos de un monstruo que la acometía, entonces corrimos en su auxilio, mas cuando llegamos ese engendro ya la había devorado. De manera que para vengar a la doncella y evitar que nada parecido volviese a suceder, mis valerosos compañeros se enzarzaron en una brutal lucha con la bestia, dándome así la oportunidad de protegerme y, tras largas horas de lucha, pude asestar un golpe mortal y acabar con la vida de ese servidor de los infiernos.
Un espeso silencio se hizo en los salones del palacio, pues todos los presentes se quedaron asombrados al oír las palabras del cazador. Tan sólo el pretendiente se removía incómodo bajo su capa.
—Decidme, valiente cazador, ¿qué tipo de monstruo tan aterrador era ese? –le rogó la princesa al tiempo que sus mejillas se sonrojaban.
—Un fiero dragón que escupía fuego por las bocas de sus siete cabezas, mi señora.
Una profunda exclamación de asombró inundó el gran salón del convite.
—¡Eso es mentira! –Gritó el pretendiente fuera de sí.
El rey se dirigió al cazador y le previno sobre lo que acababa de decir.
—El engaño es una falta grave en mi palacio que se castiga con prisión, cazador. De manera que recapacitad y contadme la verdad, pues ese dragón del que habláis fue muerto por mi futuro yerno, aquí presente, y como prueba de su hazaña cortó las siete cabezas de la bestia y las trajo hasta aquí para que nadie pusiese en duda su valor –y el rey, haciendo un gesto con su cetro real, señaló el carromato con las cabezas que permanecía cerca de la mesa principal.
—Ciertamente, majestad, que esas parecen las siete cabezas del dragón que vencimos ayer –replicó el cazador con seguridad—. Pero, decidme, mi rey, si cada una de esas cabezas tienen dentro de la boca su lengua bífida de reptil.
—¿Por qué preguntáis tal cosa? –quiso saber el rey.
—Porque si en verdad esas son las cabezas del dragón que matamos ayer, han de faltarles la lengua.
Con un ademán de la mano el rey ordenó al capitán de la guardia que comprobase si lo que el cazador afirmaba era cierto, y tras acercarse el oficial al carromato y mirar en el interior de las fauces, comunicó a su rey lo que en ellas había visto.
—Nada hay dentro de las bocas, mi rey, pues las lenguas han sido cortadas de su lugar –dijo.
Una nueva exclamación asombrada llenó el salón, pues los allí congregados no daban crédito a lo que acababan de escuchar. Entre el murmullo, el pretendiente de la princesa trató de escabullirse, mas el hechicero de la corte le salió al paso flanqueado por dos guardias armados, frustrando así sus intenciones.
—Entonces, ¿dónde están las lenguas, cazador? –preguntó el rey.
—Aquí dentro, majestad –dijo el cazador, levantando orgulloso su zurrón—. Pues después de acabar con la bestia yo mismo corté sus lenguas cuando el cuerpo todavía estaba caliente.
Y no hizo más que acabar de decir eso, volcó el zurrón y las siete lenguas del dragón cayeron a los pies del rey.
Así fue como quedó descubierto el engaño del pretendiente, que fue condenado a prisión por tal hecho. De la misma manera, la princesa comunicó a su padre lo que la mujer le había dicho acerca de que la nobleza no participaban en el sorteo de sacrificios a causa del chantaje al que lo tenían sometido, resolviendo el rey que todos los nobles de la corte fuesen desposeídos de la mitad de sus tierras y sus dineros, que serían repartidos entre las familias de las víctimas, pues, aunque esos bienes no suplirían la falta de un ser querido, al menos valdrían para vivir sin penurias.
Y también, naturalmente, la princesa anunció a la corte que, tal y como había prometido, se desposaría con aquel apuesto cazador, el cual, aun a riesgo de perder la vida y sin esperar recompensa a cambio, se enzarzó en mortal combate hasta acabar con el dragón, liberando así al reino de la maldición.
De esta manera, un mes más tarde, la princesa caminaba con su inmaculado vestido de novia hacia el altar, donde le aguardaba su valiente cazador ataviado con elegantes galas, mientras Lobo, Tigre y León portaban con elegancia la cola del vestido en sus bocas…

…Y colorín colorido, este cuento así ha salido.


JUANILLO EL PESCADOR


COLECCIÓN: Cuentos de tía Carmen
Por Plácido Iranzo Acosta


JUANILLO EL PESCADOR

    En una pequeña aldea junto al mar vivía Juan, un honrado pero pobre pescador que tan sólo poseía una humilde casita y su barca.
Juan salía todas las mañanas a faenar en su barca, pues era el único sustento con el que mantenía a su mujer y al pequeño Juanillo, su hijo, al que todo el mundo llamaba Juanillo el pescador, por dedicarse su padre a la pesca.
    Pero corrían tiempos difíciles, y el mar no proveía las redes de Juan más que con unos pocos peces, de manera que él y su familia apenas tenían para comer, pasando a menudo penurias y necesidades.
    Una soleada mañana, el pescador vio una barca mucho más grande que la suya, luciendo unas espléndidas velas blancas que relucían al sol, henchidas por la brisa, que se aproximaba hacia donde él se encontraba.
    Nada más verla, Juan el pescador supo que se trataba de una nave encantada, ya que nadie la gobernaba ni persona alguna se apreciaba en la cubierta, y aun así maniobró hasta situarse a su lado. Ante su asombro una potente voz, que parecía salir de la propia embarcación, se dirigió a él. 
    —Juan —le dijo la voz en tono amable—, he podido ver cómo cada mañana sales a echar las redes en tu barca, y también cómo las sacas casi vacías un día tras otro. Es por ello que deseo compensarte, y estoy dispuesto a llenarte la barca de oro, tanto como pueda transportar, para que ni a ti ni a tu familia os falte de nada durante el resto de vuestras vidas. Pero has de saber, Juan, que toda magia conlleva un alto precio.
    Al pescador aquello le pareció un milagro, pues ya se veía rico, pero las últimas palabras de aquella nave mágica le llenaban de dudas, de manera que, con la prudencia que le caracterizaba, le preguntó:
    —¿Puedo saber, antes de contestar, cuál es ese precio tan alto que habré de pagar a cambio?
    —Tendrás que entregarme a quien primero acuda hoy a recibirte en la playa.
    Juan se tranquilizó, pues cada día, cuando arribaba a la playa, era su fiel perro el que llegaba presto a su encuentro. Y aunque es cierto que le tenía mucho cariño a aquel perrillo, también se daba cuenta que a cambio del animal su familia no volvería a pasar hambre. De manera que, tras pensárselo mucho, decidió aceptar el trato.
    En ese momento, ante sus ojos comenzaron a aparecer monedas de oro a sus pies, unas pocas al principio, pero luego surgían cada vez más y más, hasta que acabaron por formar un montón tan grande que sobresalía por encima de la cubierta y alcanzaba la altura del pescador.
    —Recuerda, Juan, que mañana a esta hora aguardaré tu regreso aquí mismo para que me entregues a aquel que acuda primero a recibirte –le dijo la voz antes de que la nave de las velas blancas emprendiese la partida.
    El pescador, agradecido por la fortuna que acababa de lograr, soltó las raídas velas llenas de remiendos de su vieja barca y puso rumbo a la costa mientras pensaba, con lástima, en su pequeño perro, al que habría de entregar. Pero se dijo, al fin, que el sacrificio valdría la pena, pues su esposa y su hijo vivirían felices y ricos para siempre.
    Llegando a la orilla alcanzó a oír los ladridos del animal, que venía como cada día a esperarle en la playa, pero cual no fue su sorpresa cuando, de entre unas rocas que bordeaban la playa, apareció su hijo Juanillo saludándolo con la mano. Al pobre pescador se le rompió el corazón al darse cuenta de que era su propio hijo, y no el perro, quien primero había llegado a recibirle.
    Ya por la noche, cuando el pequeño dormía en su cama, Juan le contó a su esposa todo lo que le ocurrió en el mar, y cómo habrían de entregar a su hijo a aquella barca mágica de velas blancas a cambio del oro. Los dos lloraron durante la noche entera y Juan supo entonces a qué se refería la voz cuando dijo que toda magia conlleva un alto precio.
    A la mañana siguiente, con los ojos enrojecidos, el pescador montó al pequeño Juanillo en su barca y enfiló la proa adonde se encontró la misteriosa nave el día antes. Su esposa quedó en la orilla con las mejillas surcadas de lágrimas.
    Al llegar al sitio de entre la bruma marina surgió, majestuosa, la gran barca de las velas blancas.
    —Eres un hombre de honor y de palabra, Juan, pues cualquier otro habría entregado al perro en vez de a tu hijo, y entonces todo el poder de la magia negra habría caído sobre ti y sobre tu familia –le dijo la voz.
Juan tomó al pequeño Juanillo y lo subió a la nave, perdiéndose ésta poco después nuevamente entre la bruma, quedando el pescador solo, llorando su pérdida durante horas.
    La poderosa magia llevó la barca a tierras lejanas y extrañas, donde un inmenso castillo dominaba hasta donde alcanzaba la vista. Luego voló por los aires hasta uno de los salones del castillo, donde dejó al niño, no sin antes prometerle que allí nada le faltaría, aunque estaría solo el resto de su vida.
    Y en verdad que no le mintió, pues en el castillo nunca faltaban las chimeneas encendidas para calentarlo, ni una gran mesa donde siempre reposaban numerosas bandejas con las mejores viandas que Juanillo había visto, y unas fuentes enormes repletas de frutas jugosas, canastas con pan recién hecho, jarras con fresca limonada, pasteles y dulces y deliciosas tartas. En el enorme dormitorio encontró juguetes de todo tipo, lienzos y pinturas, un balancín de madera con la silueta de un caballo y hasta una vitrina mágica donde unos instrumentos tocaban música cada vez que él quería. Dentro del ropero descubrió montañas de ropa para niño, así como disfraces de cualquier cosa que pudiera imaginar. La cama era enorme y estaba rodeada por cuatro columnas que sostenían el dosel de terciopelo, y siempre estaba caliente como si acabasen de pasarle el brasero.
    Pero por más que indagó, por más vueltas que le dio al castillo y por más interés que puso en descubrir quiénes le proporcionaban todo aquello, Juanillo no llegó a descubrirlo, resignándose a vivir solo en aquel magnífico castillo del que no podía salir más que a los jardines, tan extensos como abandonados, pues crecían en él las malas hierbas y multitud de árboles silvestres. A pesar de tener todo cuanto pudiera desear, se sentía en una cárcel de lujo y oro.
    Tan únicamente alcanzaba Juanillo a sentir una presencia humana cuando por las noches, estando ya en la más completa oscuridad en la cama, notaba cómo alguien se colaba entre las mantas y pasaba la noche durmiendo junto a él. Mas no tenía con qué encender una llama y poder ver a aquella persona que cada noche la pasaba a su lado, no habiendo al amanecer nadie en la cama más que él.
    Así fueron pasando los años y Juanillo se convirtió en un joven alto y apuesto que continuaba viviendo solo en aquel castillo mágico, que bien pudiese haber sido morada de gigantes, pues todo en él era de tamaño descomunal y los techos tan elevados que ni las ramas del roble más soberbio alcanzarían a tocarlos. Como siempre, nada le faltaba, y aunque ya no jugaba con los juguetes en su habitación, salía a los jardines y, metido en alguna armadura de las muchas que habían, soñaba con ser el príncipe azul o un caballero valiente que mataba dragones y rescataba a doncellas en apuros, o pintaba hermosos cuadros en los que dulces princesas de rostro angelical suspiraban por su amor.
    Y también, como cada noche, sentía esa presencia sutil y delicada que se metía en su cama, misteriosa y en silencio, y a la que por más que hubo intentado no logró ver.
    De esta manera estaban las cosas cuando un día, sin previo aviso, la voz le habló de nuevo.
    —Dime, Juanillo, ¿te gustaría volver a ver a tus padres? –le preguntó.
   Tan sorprendido se quedó el joven que al principio no pudo articular palabra, hasta que por fin le contestó:
    —¡Pues claro! ¡Sería estupendo; hace tanto tiempo que no los veo y les echo tanto de menos!
    —Pues entonces prepárate, porque mañana te llevaré con ellos y podrás quedarte allí durante tres días.
    —¿Solo tres días? –le preguntó, algo entristecido.
    —Solo tres días, Juanillo, ni uno más –replicó la voz resonando en las paredes del castillo.
    Aquella noche, cuando la presencia acudió puntual al lecho en el que Juanillo no lograba conciliar el sueño debido a la emoción, le dijo:
    —Estoy muy feliz porque mañana volveré a ver a mi querido padre y a mi adorada madre, aunque habré de regresar tres días después.
    Pero nadie respondió a sus palabras.
    A la mañana siguiente, nada más despuntar el sol, la gran nave de velas blancas arribó a la playa donde tantas veces había visto a su padre zarpar con sus redes en la vieja barca, y Juanillo se sorprendió de no encontrarla allí.
    Saltó a tierra, y una vez en la playa la voz le dijo:
    —Recuerda, Juanillo, esto que voy a decirte, pues no podrás llevarte al castillo nada de lo que te ofrezcan.
    El joven estaba tan emocionado que no le importó, y le prometió a la voz que así sería, pues al igual que su padre, él también era un hombre de palabra.
    Al llegar a la aldea se encaminó a la humilde casa donde vivían sus padres y llamó a la puerta. Pero para su sorpresa no fue su madre quien la abrió, sino otra mujer, que le dijo que aquella casa era suya.
    —Pero, esta es la casa de mis padres, esta es la casa de Juan el pescador –le explicó Juanillo.
    —¡Ah! Tú debes referirte al señor don Juan, el hombre más rico de la aldea. Una persona muy buena y generosa tu padre, pues me regaló esta casa para que pudiese cobijarme cuando se marchó a vivir a su nueva mansión.
    La mujer, contenta de poder ayudar a Juanillo, le indicó el camino y el joven se apresuró, pues deseaba volver a ver a su familia.
    Sus padres, al verle aparecer en el palacete, no podían creer que aquel joven fuese el mismo niño que se llevó la barca de las velas blancas, ya que era alto y fuerte, y tan apuesto como un príncipe.
    —Estoy muy bien –les dijo—. Vivo en un castillo muy grande, rodeado de inmensos jardines por los que puedo pasear a caballo, y donde hay ruinas de un antiguo poblado. Me proporcionan ropas y alimentos, y todo cuanto deseo. Pero allí estoy yo solo, porque nunca he podido ver a quienes me facilitan todo eso, aunque a veces oigo ruidos. La única presencia humana que siento es la de una persona que acude a mi cama cada noche, acostándose conmigo, pero en la oscuridad no he logrado ver de quién se trata, y por la mañana nadie hay junto a mí.
    Juan y su mujer se alegraron mucho de que su hijo viviese como un rey, a pesar de la soledad que habría de sentir en aquel castillo vacío, pero su abuela, que no dejaba de pensar en esa presencia que se colaba en la cama de Juanillo, le dijo:
    —Podrías llevarte unas cerillas y un cabo de vela, y así por fin verías a esa persona que duerme cada noche a tu lado.
    —¡No, eso no puede ser! –Respondió Juanillo— Pues he prometido que no me llevaría nada al castillo.
    —¿Ni siquiera una cerilla? –le preguntó la mujer.
    —Ni siquiera eso, abuela –le respondió con cariño.
    Luego su padre quiso saber si había regresado para quedarse, y el joven le aclaró que eso tampoco podía ser, que únicamente disponía de tres días para estar con ellos, pues al amanecer del cuarto día vendría la barca de velas blancas a buscarle.
    De esta forma la familia disfrutó de ese tiempo tratando de no pensar en la separación. Paseaban por la aldea mientras las gentes venían a saludar al hijo de don Juan, que había regresado por unos días, alabando lo apuesto y fuerte que era, y su padre, contento, no dudaba en repartir monedas de oro entre los vecinos. Después se sentaban a una mesa soleada en la venta de los pescadores, mientras contemplaban el ir y venir de los botes de pesca, y compraban las capturas, que el mesonero cocinaba sobre las brasas y luego repartía entre las personas más necesitadas.
    Por las noches, ya en el palacete, disfrutaban en familia frente al fuego de la chimenea, contando Juanillo las maravillas del castillo y sus padres lo que habían cambiado sus vidas desde el día de su partida y cuánto lo echaban de menos.
    La última noche todos estaban tristes, pues al amanecer el joven partiría y no sabían si volverían a verse.
Durante la despedida, entre lágrimas, su abuela le metió en el bolsillo de la chaquetilla una caja de cerillas y un trozo de vela sin que Juanillo se diese cuenta de ello, porque no creía que nada pasase por tan poca cosa y, así, su nieto podría por fin descubrir a quién pertenecía esa presencia que acudía cada noche a su lecho.
    Cuando la barca apareció por el horizonte, Juanillo pudo apreciar un cambio en ella, ya que en vez de las grandes velas blancas lucía en su lugar otras de un negro tan intenso que parecían atrapar la luz del sol en su oscuridad y, además, se mostraban raídas y con desgarros.
    En cuanto el joven se halló sobre la cubierta y la barca de las velas negras separaba las aguas en su navegación, la voz se dirigió a él en tono autoritario.
    —Has faltado a tu palabra, Juanillo –le dijo enfadada—, pues no has cumplido con el único requisito que te rogué.
    Juanillo, ignorando lo que su abuela le había metido en el bolsillo, no entendía el enfado de la voz.
    Y una vez en el castillo, descubrió el joven que allí también habían cambiado las cosas; Las chimeneas estaban apagadas y reinaba el frío en todas las salas, los lienzos y pinturas habían desaparecido, al igual que el caballo con el que solía pasear, y las limonadas y pasteles, los guisos y las carnes… Nada de esto encontró Juanillo, en su lugar tan solo descubrió un mendrugo de pan duro y una jarra con agua turbia. El desconcertado joven no entendía a qué obedecía tal cambio.
    Tan sólo al desvestirse para meterse en la cama cayó en la cuenta, pues al dejar la chaquetilla en la silla alcanzó a oír las cerillas en el bolsillo, encontrando además el cabo de vela. Juanillo supo enseguida que había sido su abuela quien, con toda la buena intención, le escondió aquello para que pudiese ver por fin a la persona que le acompañaba cada noche mientras dormía. Y puesto que el daño ya estaba hecho, Juanillo decidió que esa noche descubriría a su compañero de sueños.
    Aguardó entre las sábanas simulando dormir hasta que la presencia se introdujo a su lado y después esperó durante un buen rato, pues no quería ser descubierto. Salió en silencio de la cama y con mucho cuidado procedió a encender la vela con una cerilla. No producía mucha luz, pero Juanillo sabía que sería más que suficiente para su propósito.
    Entonces rodeó la cama hasta el otro lado, donde dormía su misterioso acompañante, y le acercó la vela al rostro para verlo.
    El joven se quedó de piedra al descubrir que, quien dormía en su lecho, era una joven doncella de delicados rasgos y hermosos cabellos dorados. Se maravilló al entender que aquella joven llevaba años haciendo lo mismo, y por lo tanto no sería más que una niña, como él, cuando todo comenzó. Pero de lo que no se dio cuenta fue que no podía apartar la mirada de aquel bello rostro, de las mejillas sonrosadas y los labios del color de las fresas.
    Notaba Juanillo un nuevo sentimiento dentro de su corazón al contemplar a aquella dulce doncella, que dormía tranquila en su cama, y tan ensimismado estaba que no se percató de que una gota de cera resbaló por la vela y fue a caer en el hombro de la joven.
    Sobresaltada la doncella despertó, y los ojos de ambos se encontraron, permaneciendo así, mirándose los dos, durante unos minutos. Juanillo jamás había visto unos ojos más bonitos, pues eran del color del mar cuando brilla bajo el sol del atardecer.
    —¿Qué has hecho? –Le preguntó la doncella preocupada— ¿Acaso no sabes, mi dulce acompañante, que al traer una vela al castillo rompes con ello el hechizo por cual dormimos juntos cada noche?
    —Nada conocía yo de ningún encantamiento, pues mi única intención era la de descubrir a quien en mi lecho se metía. Mas no esperaba encontrarme a doncella tan encantadora como tú.
    —Pues has de saber que en castigo a tu falta serás alejado de mí y de este castillo, y habrás de romper siete pares de botas de hierro caminando antes de volver a verme.
    Y no hizo la joven más que pronunciar estas palabras cuando una brisa repentina apagó la vela, dejándolos a oscuras, tornándose esa brisa en viento y el viento en huracán, llevándose a Juanillo por los aires envuelto en un oscuro torbellino.
    Al cesar el vendaval, descubrió el joven que ya no estaba en el castillo, sino que se encontraba en la cima de una alta montaña en la más completa soledad, y la noche cerrada no le permitía ni siquiera ver sus manos.
    Juanillo comenzó a descender alumbrándose con la vela, y se preguntaba cómo haría para volver a encontrarse con la joven que le cautivó con su belleza, pues si era cierto lo que le dijo y habría de romper siete pares de botas de hierro antes de hallarla, de seguro que si lo lograba serían ya unos ancianos.
    El trozo de vela se acabó consumiendo y Juanillo gastó las cerillas para alumbrar donde pisaba, por lo que se vio obligado a continuar a oscuras, sorprendiéndole el amanecer ya a los pies de la montaña, en un camino que desconocía y rodeado de tierras extrañas que jamás había visto.
    Tras un recodo, se topó el joven con un lobo, un león, un águila y una hormiga, que estaban enzarzados en una descomunal lucha por hacerse con el cuerpo de una cabra. No pudo Juanillo sino temer por su vida, pues si aquellos fieros animales peleaban por los restos de una cabra, qué no podrían hacerle a él cuando reparasen en su presencia.
    Sin embargo, y haciendo gala de gran valor, Juanillo les dijo:
    —Hola amigos, no he podido evitar ver la pelea que mantenéis por esa cabra, y me parece a mí que es comida más que suficiente para los cuatro. De manera que, si queréis, yo puedo trocearla y repartirla de acuerdo a vuestras necesidades.
    Las cuatro fieras, incluida la hormiga, le contemplaban admiradas de que no hubiese salido ya huyendo. Finalmente fue el león quien le contestó.
    —De acuerdo, aceptamos tu ofrecimiento, pero has de saber que si no quedamos contentos con el reparto, te comeremos a ti también –le dijo amenazante.
    Entonces Juanillo le cortó la cabeza a la cabra y se la entregó a la hormiga.
    —Toma, hormiga, ahí tienes comida y casa.
    Luego extrajo las vísceras y se las echó al águila.
    —Toma, águila –le dijo—. Tú que no tienes dientes puedes comerte las tripas, que son tiernas y sabrosas.
    Después separó los huesos de la carne y se los dio al lobo.
    —Lobo, para ti los huesos, pues tienes dientes fuertes y sé que son tu alimento preferido.
    Por último dejó delante del león la carne limpia de la cabra.
    —Para ti, león, la carne, ya que eres el rey de los animales y por ello te lo mereces.
    De esta manera comenzaron los animales a devorar su parte, y Juanillo, aprovechando que estaban tan ocupados, prosiguió su camino contento de haber salvado la situación. Pero no llevaba ni cinco minutos caminando cuando el águila voló sobre su cabeza.
    —No te vayas tan deprisa –le dijo—, que el león quiere hablar contigo y me ha pedido que te avise para que vuelvas.
    Juanillo se preocupó mucho, pues se imaginaba que se trataba de un truco para devorarlo también a él, pero aun así regresó a donde estaban los animales.
    El león le dijo:
    —Verás; hemos pensado que te has portado muy bien con nosotros, y sin embargo no te hemos dado nada a cambio, de manera que hemos decidido hacerte un regalo cada uno.
    Juanillo se quedó más tranquilo, pues le pareció que aquellos animales no se lo iban a comer. Entonces el león se arrancó un pelo de su formidable melena y se lo entregó.
    —Con esto, cada vez que digas “Dios y león” te convertirás en un león, y cuando digas “Dios y hombre” volverás a ser un hombre.
    Después el lobo hizo otro tanto, entregándole un pelo que se arrancó del lomo.
    —Con este pelo cada vez que digas “Dios y lobo” en lobo te transformarás, y para retornar a hombre “Dios y hombre” dirás –le dijo el lobo.
    Seguidamente fue el águila quien le obsequió con una preciosa pluma de su cola.
    —Con esta pluma al decir “Dios y águila” un águila te volverás, y “Dios y hombre” a tu estado te regresará.
    La hormiga se lo pensó un poco más, ya que no tenía pelo ni plumas que ofrecer a Juanillo, así que finalmente se arrancó una pata, que con tantas seguro que no la echaría en falta, y se la entregó.
    —Con esto no tienes más que decir “Dios y hormiga” y en hormiga te convertirás, y para volver a ser tú mismo “Dios y hombre” a tu forma te restablecerá.
    Juanillo, muy sorprendido, les dio las gracias por esos regalos tan peculiares y continuó su camino. Caminó durante horas, y por más que se esforzaba no alcanzaba a reconocer las tierras por las que pasaba, dándose cuenta de que realmente el extraño hechizo del castillo le había enviado tan lejos que no lograría regresar, a no ser que rompiera siete pares de botas de hierro caminando, tal y como le dijo la hermosa doncella que le había robado el corazón.
    Desesperado y hambriento se sentó en una roca al borde del camino. Entonces se acordó de los regalos que había recibido, y preguntándose si sería cierto lo que le dijeron, metió la mano en su bolsillo y agarró el pelo del lobo.
    —¡Dios y lobo! –pronunció.
    Al instante el cuerpo de Juanillo se convirtió en el de un lobo, y el lobo, guiado por su instinto, se adentró en la espesura del bosque en busca de alguna presa con la que alimentarse.
    Con el hambre saciada y vuelto de nuevo hombre, Juanillo decidió comprobar si también la pluma del águila realizaría su labor igual de bien, y tomándola en su mano dijo:
    —¡Dios y águila!
    Y en efecto se transformó en una majestuosa águila, abrió sus alas y remontó el vuelo. Subiendo cada vez más alto, Juanillo alcanzó a ver la montaña sobre la que el hechizo le dejó, y los bosques de alrededor, y el sendero por el que caminaba, y todo el reino que se extendía bajo él.
    El joven voló y voló durante mucho tiempo. Cuando se cansaba dejaba las alas inmóviles y se permitía llevar por las corrientes aéreas recorriendo decenas de leguas, y luego volvía a batirlas con fuerza hasta alcanzar mucha altura para volver a planear durante horas, y así, sin detenerse durante tres días, alcanzó a ver a lo lejos la silueta de un castillo.
    —¡Pero, si ese el castillo donde yo vivía! –se dijo contento y sorprendido.
    Y tras recorrer por el cielo la distancia que lo separaba de él se posó en tierra, pues no encontró ninguna abertura por la que poder entrar.
    —¡Dios y hormiga! –exclamó mientras agarraba la pata que la hormiga le entregó.
    Transformado en una diminuta hormiga, Juanillo se coló por debajo de la puerta y encontró a la doncella en el gran salón del castillo.
    —¡Dios y hombre! –dijo entonces, y delante de ella se transformó de nuevo en hombre.
    La joven le miró confusa, pues por nada del mundo se esperaba ella volver a ver a aquel apuesto joven tan pronto.
    —Aquí me tienes, mi dulce doncella, y sin tener que romper siete pares de botas de hierro, pues no me ha hecho falta siquiera gastar unas malas alpargatas –le dijo.
    Ella, aunque al principio pareció alegrarse de ver al hijo del pescador, nubló su rostro como recelando alguna represalia.
    —¡Gigante, gigante! –Gritó— ¡Un intruso ha penetrado en el castillo, gigante, aquí hay un hombre, gigante!
    Juanillo, temiéndose lo peor, se transformó justo en el instante en que un enorme y mal carado gigante abrió las puertas violentamente y se plantó frente a la joven sin percatarse de que entre sus cabellos se escondía una diminuta hormiga.
    —¿Por qué me perturbas, muchacha, si aquí no hay nadie más que tú y yo? –le preguntó enfadado el gigante, retumbando su voz por todo el castillo.
    La joven, sin saber en dónde se hubo escondido Juanillo, le respondió:
    —Que sí, gigante, que lo he visto con mis propios ojos.
    —Eso es imposible, jovencita, pues el encantamiento con el que embrujé este reino es tan poderoso que ningún humano podría romperlo –le replicó con furia, volviendo a salir.
    Y en cuanto se marchó, Juanillo se convirtió de nuevo en hombre.
    —¿Qué ocurre aquí? ¿Quién es ese gigante y por qué habla de un reino encantado? –quiso saber.
    La joven, temiendo ser sorprendida por el gigante hablando con aquel desconocido, volvió a llamarle:
    —¡Socorro, gigante, que ha regresado el intruso!
    De nuevo Juanillo se transformó en hormiga, escondiéndose entre los cabellos de la joven, y otra vez el gigante dudó de lo que le decía la doncella, pues no halló a nadie más en la sala.
    —No vuelvas a molestarme con esas tonterías, muchacha, o conocerás mi ira –le dijo todavía más enfadado que antes, dando un enorme portazo al salir.
    —Dios y hombre –recitó Juanillo.
    Pero en esta ocasión, al volverse hombre, la joven no gritó, pues por nada deseaba hacer enfadar aún más al gigante.
    —Ahora que estamos solos, dulce doncella, has de explicarme qué misterio envuelve a este castillo y cuál es la forma de romper el encantamiento.
    La joven, apreciando la buena intención de Juanillo, al fin accedió a ayudarle.
    —La verdad es que no estoy segura de lo que pasa –empezó, un poco turbada—, pero lo que sí sé es que vivo aquí, en este castillo con el gigante, desde que no era más que una niña. Siempre sola, sin nadie con quien hablar, aunque de nada me ha faltado pues me proveían de ropas y alimentos y todo cuanto pude desear; hasta una compañía me proporcionaron para no asustarme por las noches, mas no pude verla, sino tan sólo notar su presencia a mi lado en la cama donde dormía.
    A Juanillo aquello le conmovió, pues era lo mismo que a él le había acontecido durante tantos años.
    —Por mi honor que este misterio he de desentrañar, mi adorada doncella, pero habréis de averiguar antes en qué consiste el hechizo y cómo podré romperlo.
    Ella, entonces, le dijo que al día siguiente, cuando el gigante recuperase la calma, trataría de hablar con él para sonsacarle esa información que Juanillo le rogaba.
    De esta manera obró y llamó al gigante, preguntándole por el encantamiento, y aunque al principio no quería darle explicaciones a la joven, finalmente se lo contó.
    —Esas ruinas que hay en los jardines no son tales –le dijo—, sino los restos de un pueblo encantado, y de la misma forma este viejo castillo tampoco lo es, sino un formidable palacio bajo un maligno hechizo. El guardián del hechizo está muy lejos, en la cima de un monte en el confín del mundo, y no es otra cosa sino una fiera despiadada que devora a quienes se acercan a su guarida. Para romper el embrujo, primero es necesario matar a la fiera, cosa imposible, y después de muerta la fiera de su interior surgirá una paloma que escapará volando por los aires, pues dentro porta un huevo que, si se estrella en mi frente, muerto seré y el encantamiento rotó quedará. Como ves, pequeña princesa, nadie te ayudará porque no hay hombre que tan poderosa magia pueda vencer.
    Extrañada y sorprendida, la joven la preguntó al gigante el motivo por el cual la había llamado princesa.
    —Tú eres la hija del rey de este reino encantado y por siempre serás mía en este castillo embrujado, pues no habrá nunca nadie que pueda vencerme.
    Y tras decir esto el gigante volvió a dejar sola a la princesa, que no pudo más que echarse a llorar por su desgracia.
    Juanillo, regresando a su forma humana, trató de consolarla.
    —No te preocupes, princesa, que yo iré al confín del mundo y daré muerte a la fiera, y luego de la paloma el huevo extraeré y de regreso me tendrás con él; palabra de honor de Juanillo el pescador.
    Dicho esto, el joven abrió una ventana y dijo:
    —¡Dios y águila!
    Y extendiendo las alas emprendió el vuelo en dirección al misterioso monte que se encontraba en el confín del mundo.
    Juanillo voló y voló, planeando cuando las corrientes se lo permitían, durante días y noches sin descanso, hasta que llegó al confín del mundo, pues más allá del monte que tenía delante no se divisaba más tierra, sino un mar oscuro e infinito. Entonces tomó tierra y regresó a su estado de hombre, preguntándose de qué manera podría acercarse a la fiera para darle muerte.
    Quiso la fortuna que encontrase al poco a un viejo pastor que vivía cerca del monte con sus tres hijas, y entablando amistad con él, el anciano pastor le confesó que ya era muy mayor para andar por los montes con el rebaño, pues le faltaban las fuerzas y los huesos le dolían.
    —Si tú quisieras, joven viajero, podrías trabajar conmigo encargándote del rebaño, y yo te pagaría con techo y comida, y algo de dinero cuando vendamos la leche y los quesos.
    Maravillado por su suerte, Juanillo aceptó de buen grado, pues así podría caminar por las laderas del monte y descubrir la guarida de la fiera sin levantar sospechas.
    —Pero no te acerques con el ganado a la cima de aquel monte –le previno el pastor—, pues por allí mora una fiera que mata y engulle a quien se le acerca. Tanto es así que el último joven pastor que tuve, a pesar de estar avisado, allí encontró la muerte, siendo también devoradas la mitad de mis cabras.
    —Nada habéis de temer, amigo, pues sé cuidar de mí mismo y también lo haré de tus animales.
    De esta forma, Juanillo el pescador comenzó su nuevo trabajo como pastor, y de mañana, muy temprano, se encaminó con el rebaño a las inmediaciones del monte. Allí se sorprendió al encontrar los mejores pastos, pues nadie osaba llevar a los dominios de la fiera el ganado y la hierba crecía abundante y fresca.
    Mas pensando en esto se encontraba cuando apareció la fiera y se abalanzó sobre él.
    —¡Dios y león! –gritó Juanillo al verla.
    Así, transformado en león, se enzarzaron en sin igual combate buscando cada cual la manera de acabar con el otro, dando zarpazos con las afiladas garras y buscando dónde hincar los enormes colmillos, esquivando golpes y saltando sobre el adversario. Pero tan igualadas estaban las fuerzas que, tras toda la mañana y toda la tarde luchando, ninguno parecía cobrar ventaja sobre su oponente, por lo que decidieron pactar una tregua y continuar al día siguiente.
    —Jamás podrás vencerme –le dijo la fiera.
    Juanillo, agotado por el esfuerzo, le replicó:
    —Con un vaso de vino fuerte, un pan caliente y el beso de una doncella, fiera, te daba la muerte.
    Tras lo cual ambos se retiraron, emprendiendo Juanillo el camino de regreso.
    A la mañana siguiente, descansado y con las energías repuestas gracias a los platos que las hijas del pastor prepararon para la cena, el joven regresó a los dominios de la fiera y, tras dejar al rebaño pastando en una zona protegida, se presentó ante su guarida, donde ya le aguardaba ella.
    —¡Dios y león! –gritó, confiando en la superior fuerza de ese animal.
    Y de nuevo ambos contendientes emprendieron la lucha a muerte haciendo, cada cual, gala de su ímpetu e ingenio. Y otra vez, tal y como sucedió el día anterior, los poderes de ambos resultaron tan parejos que al caer la tarde ninguno se erigía en vencedor, acordando otra tregua hasta el día siguiente.
    —Con un vaso de vino fuerte, un pan caliente y el beso de una doncella, fiera, te daba la muerte –le repitió Juanillo antes de marcharse.
    De igual forma se sucedieron los combates, uno tras otro, sin que ni la fiera ni Juanillo obtuviesen ninguna ventaja sobre el otro, y así un día, y otro día, y otro más… Hasta que una tarde, cuando Juanillo ya había regresado, el viejo pastor se percató del buen estado de sus animales y lo bien alimentadas que estaban las cabras.
    —Para mí que este joven, desoyendo mis consejos y desdeñando el peligro que conlleva, está llevando el rebaño a pastar al monte donde habita la fiera –se dijo con cierta preocupación.
    Con esta idea en la cabeza, el pastor encomendó a sus hijas seguirle discretamente, pues ansiaba conocer la verdad sobre el asunto, y así, a la mañana siguiente, las tres doncellas siguieron los pasos de Juanillo en pos de la fiera.
    —Padre –le dijeron a su regreso—, tenías razón al sospechar, pues en efecto acude al monte de la fiera y allí, gracias al poder de una gran magia, se transforma en un bravío león y acomete a la fiera, luchando ambos con tanta energía que la tierra tiembla con sus embates. Mas no consigue Juanillo vencer a la fiera y acuerdan tregua hasta la hora del siguiente amanecer.
    El anciano, admirado por el relato de sus hijas, les dijo:
    —En verdad que es valiente este joven, y también insensato, pues no hay poder ni magia en el mundo que pueda acabar con esa fiera nacida del infierno.
    —Quizá sí lo haya, padre –le confió la hija mayor—, pues estas palabras le dice a la fiera Juanillo: con un vaso de vino fuerte, un pan caliente y el beso de una doncella, fiera, te daba la muerte.
    El anciano no acababa de creerse lo que su hija le dijo, ya que aquello sonaba como un sortilegio tan poderoso que, por ventura, fuese capaz de derrotar a la fiera, y tomando una decisión habló con sus hijas.
    —Aún nos queda un poco de ese vino fuerte de la última pisada, y vosotras sois doncellas, de manera que habréis de obrar una masa panadera y cocerla durante la noche para que, al amanecer, estén los panes calientes y de esta forma pueda el valeroso Juanillo hacer frente a la fiera.
    Juanillo, ignorando que las tres doncellas le seguían los pasos, se encaminó al alba en busca de la fiera y, como en los días anteriores, emprendieron el combate sin dilación.
    Llegada la hora de la tregua, el joven volvió a decirle las mismas palabras, pero en esta ocasión las tres hijas del pastor aguardaban el momento ocultas tras una roca.
    —Con un vaso de vino fuerte –comenzó Juanillo, y en ese instante salió la primera joven con un vaso de vino en las manos, que le entregó, bebiéndolo éste de un solo trago—, un pan caliente –continuó, y la segunda hija le entregó la hogaza de pan que portaba envuelta en un paño para que conservase su calor, dándole Juanillo un mordisco— y el beso de una doncella –dijo a continuación, y de detrás de la roca surgió la tercera de las jóvenes, que le beso en los labios—; ¡Fiera, te doy la muerte! –gritó, saltando sobre la fiera y clavando sus afilados colmillos en su garganta.
    De esta manera, despojada la fiera de la magia que la alimentaba, murió entre las fauces de Juanillo bajo la forma de un león, y tal y como el gigante dijo, de sus entrañas surgió una paloma que rauda emprendió la huida.
    —¡Dios y águila! –exclamó Juanillo enseguida, alzando veloz el vuelo tras la paloma.
    Pero aquella paloma nacida de las entrañas de la fiera no resultó fácil de atrapar, y por dos veces escapó de las arremetidas del águila, mas Juanillo no desfalleció, y animado por el hecho de tener la victoria tan cerca, en el tercer intento apresó a la paloma entre sus garras acabando así con la última resistencia de la fiera. Con el cuerpo inerte del ave descendió a tierra y allí, una vez se hubo transformado en hombre, procedió a extraer el huevo de su interior, guardándolo en su zurrón de pastor.
    De regreso los cuatro a la casa del pastor, se deleitaron todos con un banquete que las tres doncellas prepararon en honor de Juanillo y como agradecimiento a su hazaña, pues ya aquella parte del mundo no continuaría bajo la amenaza de la fiera y sus gentes y animales podrían vivir felices.
    A la mañana siguiente, después de una despedida en la que hasta el viejo pastor derramó alguna lágrima furtiva, Juanillo, bajo la apariencia de un águila formidable, emprendió el vuelo de regreso al reino encantado por el gigante que mantenía a la princesa cautiva en su castillo.
    Así, después de siete días cruzando los cielos, pudo ver la joven la llegada del águila, y, abriendo el balcón de la sala, entró ésta y fue a posarse delante de la princesa.
    Los dos se abrazaron en cuanto Juanillo recuperó su forma humana. La princesa le confesó el miedo que sintió ante su tardanza, pues llegó incluso a pensar que la fiera podía haberle matado, y Juanillo le dijo que ninguna fiera era capaz de impedir que él regresara a su lado. Luego decidieron un plan para poder estrellar el huevo de la paloma en la frente del gigante y acabar así con el encantamiento.
     —¡Gigante, gigante! —Lo llamó ella por la tarde— Ven, gigante, que quiero decirte una cosa.
    —Déjame en paz –le respondió malhumorado—, que desde que el otro día te conté el secreto del encantamiento no me encuentro bien, y sospecho que tramas algo contra mí.
    —Pero, ¿cómo puedes pensar eso? Con lo bien que te has portado conmigo, que de nada me ha faltado en este castillo y me has protegido siempre. Además, ¿qué podría hacer yo, una débil doncella, contra un gigante tan fuerte y apuesto como tú?
    El gigante, entonces, se tranquilizó, pues creyó que lo que la princesa le acababa de decir era cierto.
    —¿Qué quieres de mí? –le preguntó.
    —No he podido evitar fijarme en que tienes la cabeza infectada de piojos, y que tanto te pican que no paras de rascarte. De manera que me he dicho que un gigante tan bueno y tan bien plantado como lo eres tú, no debería tener la cabeza plagada de esos bichos que no son nada saludables, de manera que me gustaría despiojarte para que así seas todavía más atractivo.
    —No sé… A mí no me molestan –dudó el gigante.
    —Anda, no seas tan terco, y déjame que te libre de esos parásitos –le dijo ella con aduladoras palabras.
    De esta forma lo convenció, y se tumbó el gigante en el suelo para que la princesa pudiese despiojarle. Tan relajado estaba mientras la joven buscaba entre su pelo, que no se percató de que una diminuta hormiga se ocultaba entre las vigas del techo.
    Juanillo, viendo propicia la ocasión, se dejó caer desde allí, tomando su forma humana por el aire y logrando estampar el huevo en la frente del confiado gigante.
    Nada más hacerlo, dejó escapar el gigante un grito de muerte, y antes de que se apagasen los ecos su cuerpo se deshizo en un torbellino de niebla gris que se fue extendiendo por la sala, saliendo por las puertas y ventanas en todas las direcciones y dilatándose por el reino hasta desaparecer completamente.
    Roto el hechizo, el pueblo recobró su estado normal, los campos se cubrieron de cultivos y flores y las gentes fueron saliendo de sus casas como si despertasen de un prolongado sueño. El rey, que había permanecido bajo la forma de una roca durante el encantamiento, se sorprendió al ver a la princesa.
    —¡Hija mía! Pero, ¿de verdad eres tú? ¡Si ayer mismo no eras más que una niña pequeña! ¿Qué clase de brujería es esta? –Le preguntó.
    —Es una larga historia, padre, que enseguida te voy a relatar, pero antes déjame que te presente a nuestro salvador, que aun a riesgo de su vida ha logrado deshacer el encantamiento y que no es otro sino Juanillo, este apuesto joven aquí presente, del que estoy enamorada –le respondió la princesa mientras se sonrojaba, pues Juanillo la miraba también con ojos amorosos.
    Y así fue como aquel lejano reino, del que Juanillo ni siquiera había oído hablar, fue liberado del gigante y su poderoso encantamiento por él, que pasó de llamarse Juanillo el pescador a convertirse en príncipe del reino, aclamado por sus súbditos, admirado por el rey y amado por la princesa.
    Dicen los aldeanos que, una vez al mes, se puede ver a la princesa surcar los cielos a lomos de un majestuoso águila que la conduce a tierras lejanas donde vive, según cuentan, la familia del príncipe Juan…

    …Y colorín colorido, este cuento así ha salido.